Era temprano. El sol apenas hacía atisbos de presencia en el horizonte. La ciudad descansaba aun, inmersa en su plácida ensoñación de colores profundos y estrellas centelleantes. Poco a poco, la vida comenzaba a desvelarse. El ruido volvía en forma de humeantes motores de automóviles. Tóxicos, sus rugidos ahogaban el hermoso canto de las aves que, afanadas desde las copas de los árboles, entregaban al mundo, su particular espectáculo de vida y resplandor.
Jorge era uno de tantos jóvenes que esperaban en el andén de la estación a que un tren le cambiara la suerte. Cabizbajo y enfundado en su abrigo de color gris, era incapaz de disimular su nerviosismo. Manoseaba el billete que le conduciría a una ciudad desconocida. En el fondo, sabía que no se quedaría en ella por mucho tiempo y esa sensación, lo aliviaba. Lo suyo no eran las aglomeraciones. No compartía ese afán urbanita de ir siempre con prisas de un lado para otro, ni tampoco, esa manía absurda, de caminar con la mirada pegada a la pantalla de un teléfono móvil.
Su mayor temor en aquella estación, no era perder el tren ni tampoco, alejarse de quiénes conocía mientras viajaba con una idea superficial de la ciudad a la que iba, del hostal en el que se quedaría hasta poder conocer a alguien con el que compartir un piso, ni tampoco temía el humilde puesto de friegaplatos que le esperaba en un famoso restaurante. Carraspeó al pensar en esto último. Lo comparó con sus cinco años en la facultad y con los dos —que se le hicieron eternos–, para acabar el doctorado.
— Pero a nadie le interesa ya, la historia–suspiró.
Una suave brisa acompañó al tren, que llegó puntual a su cita. Jorge le dedicó una última mirada al cielo de su pequeña ciudad natal, preguntándose cuántos meses –sino años- pasarían hasta su retorno. Le esperaba un largo viaje: un tren, un vuelo, un autobús, cinco ríos, doce ciudades y tres idiomas. Todo, en busca de una oportunidad, por muy mala que ésta fuese. Como muchos otros, se sentía desarraigado, inútil, vacío. Una vez le aconsejaron viajar para encontrar su lugar en el mundo. No lo intentó hasta entonces. En el fondo temía que no existiera un lugar para él, ni aquí ni allá a dónde fuera. Siempre dio por hecho que el lugar no era lo importante, pero aseguraba que había nacido en la época equivocada.
Jorge tomó asiento en el vagón y buscó en los bolsillos de su equipaje, un paquete envuelto en papel de regalo. Se lo había entregado Claudia, dos días antes, durante aquella maravillosa y cálida cena. La amó en secreto durante años y en aquella velada supo, que no la volvería a ver. Sonrió recordando sus pecas esparcidas copiosamente por la nariz y las mejillas. Adoraba sus deliciosas arrugas sonriéndole desde la comisura de sus labios y en los vértices de sus ojos. Era quince años mayor que él y era preciosa… No le dijo nada, prefirió que fuera mejor que ella jamás conociese sus verdaderos sentimientos. A fin de cuentas, ella era la esposa de su hermano y la madre de sus sobrinos. Ellos también estuvieron en la cena y juntos brindaron por su porvenir. Lo auguraban próspero y enriquecedor, aunque Jorge no estaba tan convencido como ellos.
Con el sabor del tiramisú todavía en el paladar, el enamorado decidió que era hora de marcharse. Se despidió de los niños, con tiernos abrazos y besos y de los adultos también, sólo que lo hizo de forma más breve, más calculada, más fría. Claudia lo acompaño hasta la puerta y le entregó el paquete que ahora miraba entre las manos. Ella le dijo que era un detalle especial de su parte y le pidió que no lo abriera hasta que subiese al tren, y así lo hizo. Jorge contempló por unos instantes el papel de regalo y con cuidado, lo desenvolvió.
Dentro había un pequeño cuaderno de notas con una cubierta artesanal hecha de plantas secas y llamativos cristales y piedrecitas de colores. Representaba el dibujo de un árbol en otoño. Un sol de colores violáceos y un valle cautivado por un sinuoso río. Montones de hojas secas y rojizas hechas picadillo, tapizaban sutilmente, las desnudas ramas y el frondoso suelo. Era una auténtica obra de arte. Lo abrió y se dio cuenta de que el papel era de calidad, nada más tocarlo. Era grueso y de color beige, toda una delicia para sus contemplativos ojos. Aquél cuaderno desprendía un olor intenso a naturaleza, como si hubiese sido creado para albergar la mejor de las historias jamás contadas. En la primera página, había escrita una dedicatoria de Claudia:
“Para que lo llenes de tus secretos,
sueños y anhelos. Sé feliz.
Te quiere,
Claudia”.
Jorge cerró el cuaderno y suspiró regalándole una última mirada al cielo, a su cielo. El tren partía rumbo hacia la incertidumbre. Jorge sentía que una parte bastante viva de él, se quedaba anclada en el andén de aquella estación, con la mirada triste y desorientada. Cualquiera que pudiera observar su expresión, pensaría que se estuviera desgarrando en dos mitades idénticas, con el fin de enterrar a una de ellas, en el frío sepulcro del olvido, durante toda la eternidad. En parte, así lo sentía.
Ver pasar la naturaleza de forma fugaz a través del vidrio de la ventana, le hizo reflexionar sobre la decisión que había tomado. Llevaba demasiados años atascado en una fantasía que tardaba milenios en suceder. Estaba cansado de esperar aquello y, resignado, se dejó llevar por el ejemplo de los demás. Se engañó considerando la posibilidad de alcanzar nueva y mejor vida, fuera de su país.
Así fue como decidió dejar su ilusión dentro de una cajita imaginaria. Olvidar las veces en las que alguien le dijo, que tenía talento para crear historias y tener presente, las charlas de su padre diciéndole que esos cuentos jamás le darían de comer. La imagen de su padre le hizo toser. En el fondo lo detestaba. Era una de tantas cosas que quería dejar atrás en el momento de subirse al tren. Entonces, se prometió que viajaría muy lejos, lo más lejos que pudiera con tal de acallar su recuerdo y por supuesto, lo más lejos posible de Claudia.
Tenía que olvidarla. Olvidar su aroma, la suave brisa enredándose en su cabello teñido. Él siempre le decía que sus canas le daban personalidad, pero ella se afanaba en disimular su edad. Añoró su risa en aquél preciso instante y, tan fugaz como un destello de luz, la guardó en su caja imaginaria, donde más tarde, también escondería su cuaderno y se prometió cambiar. Él lo llamó “ser fiel a uno mismo”, cuando en realidad quiso decir “fundirse con la máscara”.
Aquél día tuvo muchísimo tiempo para pensar y dormir. El tren, el avión, el autobús… Esos cinco ríos le supieron a irrisión, sentía que seguía al lado de quiénes dejaba atrás y presentía que sus sombras, lo acompañarían en sus andanzas por muchos años. La cercanía con su nuevo entorno, lo puso nervioso y excitado a la vez. Sabía que le aguardaba una vida que no sería agradable: mucho trabajo, mucha soledad, mucha incomprensión…
Sabía que tendría que llevar una vida ajetreada y competitiva, y no estaba seguro de encajar en ella. Nunca quiso esa vida para sí, lo agobiaba hasta extremos insoportables. Lo hacía sentirse huérfano de los sentidos, como si alguien lo convirtiera en una vulgar marioneta de tapo y jugara manipulando sus hilos. A punto de llegar a su destino y de pisar la tierra que lo acogería, se imaginó atrapado en esa vida que tanto temía y dudó en apearse. Quizás hubiese sido más sensato seguir viajando, contemplar otros paisajes a través de la seguridad del vidrio y ver como el resto del mundo, vive a su manera. Pero Jorge bajó del autobús y respiró el gélido aire que vino a recibirlo. Había llegado.
El trabajo en el restaurante era agotador. Muchas horas por poco dinero. Jorge acabó compartiendo habitación con cinco extranjeros más, como él. No tuvo serios problemas con el idioma porque era hábil y también, se le daba fenomenal la mímica. Tampoco estuvo especialmente solo, pronto hizo piña con otros compatriotas que fue encontrando en la ciudad. Podría decirse que estaba bien aunque sus ahorros no eran tan caudalosos como había imaginado en un principio.
Sin embargo, las noches seguían trayéndole el brillo de los ojos de Claudia y su aroma. Volvía a atascarse. Una vez más, la misma piedra sobresalía del camino y lo hacía terriblemente desdichado. Jorge perdió el trabajo ̶ no le importó-. En esa misma ciudad, fue saltando de trabajo en trabajo, hasta que la desdicha le obligó a marcharse. De nuevo, otro avión, otro tren, otro idioma, otras paisajes… Distancias, para él, tan superfluas como el vuelo de una mariposa. Claudia seguía visitándole en sueños, allá a dónde fuera.
Un día, se despertó en la habitación de un pequeño apartamento. Ahora vivía junto al mar. Las olas lo hicieron feliz durante un tiempo, pero todo eso había quedado atrás de nuevo. Jorge buscó en los bolsillos de su cazadora y encontró un par de billetes y algunas monedas. Ese día tendría que abandonar su techo. Una vez más, arruinado. Caminó hasta el cuarto de baño y se lavó la cara. Cuando se miró al espejo, un desconocido le devolvió la mirada. Ni siquiera se recordaba tan cambiado…
Había envejecido, posiblemente, demasiado. Tenía entradas en la cabeza y una tupida barba despeinada. Su aspecto en general, era desaliñado y sucio. Miró a su alrededor. El baño de aquél cutre apartamento estaba hecho un asco. “¿Cómo demonios había llegado a ser tan descuidado?” Decidió lavarse y afeitarse, pronto vendrían a echarle de allí. Mientras recogía sus cosas, tropezó sin quererlo, con el recuerdo de Claudia y volvió a percibir su olor por encima del polvo y la mugre. “Claudia”. Cerró los ojos y pudo verla tan hermosa e inalcanzable. Tan presente y tan lejos, siempre, de él…
Llevaba mucho tiempo sin pronunciar en voz alta, aquél nombre. Casi los mismos años que llevaba sin contactar con su familia. Decidió hace mucho tiempo, que desaparecer sería lo más apropiado y lo menos doloroso, pero no fue así. La echaba de menos y por supuesto, quería y añoraba a su hermano y a sus hijos. Se sintió culpable de todo el dolor provocado y sufrido y pensó, que quizás no había forma de remendar su error.
Jorge abrió el armario y empezó a sacar toda su ropa. No era muy nueva ni tampoco abundante, pero en comparación con el tamaño de su maleta, era demasiada; de tal modo que decidió meterla en bolas de basura. Rebuscó en el altillo y para su sorpresa, allí estaba. Olvidado en el interior de una vieja y polvorienta caja de zapatos, roída por el paso del tiempo y el exilio. Tan silencioso en su ataúd de celulosa, allí lo esperaba, allí lo miraba, allí lo tentaba… el cuaderno. Su hermosa imagen lo condujo al día que inició su viaje, a la estación de tren de su pequeña ciudad natal y lo adentró en el baúl de los buenos momentos, de los abrazos y miradas furtivas, del calor familiar.
Nunca se atrevió a usarlo. Era tan bonito, que no quiso corromperlo si no era con algo que, realmente, valiese la pena escribir. Como un autómata y olvidando todo lo que estaba haciendo, se deslizó hasta su escritorio con él en la mano, y sin saber muy bien hacia dónde le llevaría aquél atrevimiento, agarró su pluma y escribió lo primero que se dibujó en su mente.
“Mi nombre es Jorge y esta es la historia de amor más triste del mundo”.
Esas fueron las primeras palabras que le cambiarían la suerte. Aceptar su dolor, aceptar su ausencia, observarla, dejarla estar, llorarla amargamente y dejarla ir. Aquél fue el comienzo de su despertar, de sincerarse consigo mismo. De mirar en el fondo de su ser para abrir su corazón por vez primera, a él, al cuaderno.
Cinco años y una vuelta al mundo después, se reencontró con Claudia en una concurrida y modesta librería. Había regresado a su país natal, pero él, ya no era el mismo. Sus ojos, nada más encontrarse, se besaron en la distancia, como tanto anheló él hacerlo, tiempo atrás, en los labios de ella. Ambos se observaron en silencio y una sonrisa sincera, brotó de sendos labios. Él abrió la solapa del libro que ella sostenía entre las manos y escribió en la primera hoja:
“Para Claudia,
de todas las musas que existen, la única que es mía.
Te adoro.
Jorge”
Al devolverle el libro, otra mujer la apartó bruscamente para ocupar su lugar en la cola. Jorge la acompañó con la mirada hasta perderse entre la multitud. Esa tarde, él tenía muchos ejemplares que firmar en aquella humilde librería. Su historia lo había convertido en el escritor del momento y todo gracias a aquél cuaderno.
A partir de entonces, su vida estuvo repleta de éxitos literarios y pudo retirarse al fin, de la gran ciudad, de las prisas y el ajetreo de la gente. Se mudó a una pequeña casita en el campo y llenó todos sus libros con los aromas de sus viajes y con los colores de las flores de las montañas, que rodeaban aquella casita. No dejó una sola historia a medias y todas y cada una de ellas, representaban a Claudia. En esa pequeña casita, que lo apartó de las prisas y el alboroto de la gran ciudad, estaba preparado para hacerse viejo. Al fin encontró un lugar al que llamó, por vez primera, hogar.
4 comentarios
Pilar, me ha parecido preciosa la historia. Al fin ha conseguido encontrar un hogar y aquello que le hace feliz.
Precioso detalle el de Claudia y el de ese cuaderno para empujarlo a luchar por sus sueños. Aunque sea difícil es importante perseguirlos y creer en ellos.
Un saludo,
Muchas gracias, Conxita, por tu comentario. Me alegro mucho de que hayas disfrutado del relato.
A veces es necesario alejarse de un problema para observarlo desde otro ángulo y así poder actuar en consecuencia o simplemente, dejarlo estar. Siempre es importante darse tiempo a uno mismo, el que se necesite según la circunstancia, para meditar e interiorizar aquello que nos perturba y poder así, avanzar.
Lo importante de vivir es llenar de luz nuestro día a día.
Un abrazo!
Menuda preciosidad de historia, Pilar. Una vez me sentí como Jorge, ¿sabes? No estoy seguro de que se me haya pasado aún del todo. Y yo nisiquiera soy un escritor famooso xD
Me halagan mucho tus palabras, que te sientas identificado con la historia quiere decir que ha merecido la pena el tiempo invertido, gracias. 🙂
Quizá releyéndola puedas encontrar algún mecanismo para saltar el bache.
Un abrazo!
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