Cuando anochece en la ciudad, parece que la vida se apresure a esconderse. Granada se viste de tenues luces mientras sus calles son recorridas por personas que caminan deprisa y suben en autobuses con destino a casa. Son autómatas que celebran con un suspiro y una sonrisa en los labios, unas leves horas de restringida libertad.
Yo también esperaba al autobús en aquél crepúsculo. Como muchos otros, trataba de no mirar a nadie a los ojos y me entretenía recorriendo con la vista, las juntas de las baldosas. Ver pasar los coches es aburrido, tanto si esperas como si no. Traté de escuchar el canto de las aves por encima del ruido, pero éste lo ahogaba con su vaporoso sabor a alquitrán.
Al fin llegó mi transporte. Me abroché el abrigo y subí a aquél autobús con destino a mis paisajes. Para mí, la ciudad ya no tenía más significado que el de ser un lugar de paso. Me observé las manos. Estaban frías y enrojecidas. Fuera, sólo fragmentos de mi reflejo me devolvían la mirada a través del vidrio. Se trataba de una mirada cansada y perdida, ausente… En el fondo sé que yo no existía para ella.
Pronto, las luces de la ciudad se presentaron como perlas incandescentes de un mosaico que se hacía cada vez más pequeño. El conductor encendió la radio y de ella emanó una repetitiva música comercial que me pareció horrorosa. Aprovechando que nadie podía verme, le regalé a mi reflejo una mueca de desapruebo que ella, con gusto, me devolvió. Más allá, contemplé la oscuridad resbalando a través de la espesura, como persiguiendo a su propio sueño, mientras las luces jugaban a herirla allá a lo lejos. Pensé que quizá, ella también anhelaba escapar de otros…
Tras unos kilómetros, me adentré en el valle y la tierra y el silencio, compusieron el mundo. Quise hacer del relente, mi camino. Soñé, soñé con los vértices del tiempo y contemplé cómo la vida misma, se volvía lluvia en mi presencia. Los faros del autobús alumbraban el camino. A ambos lados, el matorral se vestía con nácar de agua. El vidrio y mi reflejo se empañaron de lluvia y vaho. Me pregunté si ella también, me vería distinta…
En la montaña nunca tengo claro si estoy o no, al borde del precipicio. Quise pensar que en cada curva me asomaba al barranco de mi destino y sonreí, porque la noche me traía de vuelta a casa.
Cuando bajé del autobús, los pájaros ya no cantaban. La lluvia había tomado su relevo y tocaba emocionada, mi paraguas. Las calles estaban ya vacías y los coches se habían apagado. Nada, salvo el rumor del agua al caer, interrumpía mi anhelado silencio. Miré al cielo y ni una sola estrella me devolvió la mirada mas no me importó. Sabía que en aquella noche, las abrazaría en mis sueños… como a ti.
El autobús.
Imagen: Alexander Jansson
2 comentarios
Es curioso 🙂 Me has recordado que cuando era pequeño elegí mi propia estrella, una muy cercana a la osa mayor para poder encontrarla siempre que quisiera. Y cada noche estrellada miraba a la negrura del cielo para buscar a mi intermitente compañera. A eso me ha recordado tu historia.
Pues es un recuerdo precioso, de los que no deben olvidarse. Me alegro que haya vuelto a tu vida 😉
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